18 Abril

“Ahora vemos por espejo, oscuramente…” (1 Corintios 13:12).

 

Pocas veces es esto tan evidente como cuando venimos a la mesa del Señor para recordarle a Él y Su muerte por nosotros. “Vemos por espejo, oscuramente”.

Parece haber un velo espeso e impenetrable. Por un lado estamos nosotros con todas nuestras limitaciones. Por el otro está todo el gran drama de la redención: Belén, Getsemaní, Gábata, el Calvario, la Tumba Vacía, el Cristo exaltado a la diestra de Dios. Percibimos que en todo esto hay algo enormemente vasto, y tratamos de asimilarlo, pero en el intento nos sentimos más como terrones de lodo que como seres vivientes.

Tratamos de entender los sufrimientos del Salvador por nuestros pecados. Nos esforzamos por captar el horror de Su ser abandonado por Dios. Sabemos que soportó el tormento que nosotros debimos haber sufrido por toda la eternidad. Sin embargo, nos sentimos frustrados al darnos cuenta de que hay mucho más. ¡Estamos en la orilla de un mar inexplorado!

Pensamos en aquel amor que entregó lo mejor del Cielo por lo peor de la tierra. Nos conmovemos al recordar que Dios envió a Su Hijo unigénito a esta jungla de pecado para buscar y salvar lo que se había perdido. Estamos tratando con el amor de Dios, un amor que sobrepasa todo conocimiento, y sólo en parte conocemos.

Cantamos a la gracia del Salvador quien, aunque era rico, por nuestra causa se hizo pobre, para que por su pobreza pudiéramos ser enriquecidos. Esto es suficiente para dejar boquiabiertos a los ángeles. Nuestros ojos se esfuerzan tratando de atisbar las vastas dimensiones de esta gracia incomparable, pero es en vano. Estamos limitados por nuestra corta vista humana.

Sabemos que debiera conmovernos la contemplación de Su sacrificio en el Calvario, pero somos a menudo tan extrañamente impasibles… Si realmente entráramos al otro lado del velo, lloraríamos a lágrima batiente y tendríamos que confesar:

De mí mismo quedo sorprendido,
Al pensar en ti, Cordero amante, agonizante,
Al recorrer con la mirada este misterio
Que no pueda ser movido a amarte más, enternecido.

Debemos preguntarnos con las palabras del poeta:

¿Soy una piedra, y no un hombre, que puedo,
Oh Cristo, bajo tu cruz estar,
Y gota a gota contar,
Tu lento desangrar,
Y con todo no pueda yo llorar?

Como los dos discípulos en el camino a Emaús, nuestros ojos han sido abiertos. Ansiamos con ardiente deseo aquel tiempo cuando el velo será quitado y podamos ver con mejor vista el tremendo significado del pan partido y el vino derramado.

 

Josue G Autor