“Pues ya que en la sabiduría de Dios, el mundo no conoció a Dios
mediante la sabiduría, agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura
de la predicación” (1 Corintios 1:21).
En la iglesia de Corinto algunos trataban de que el evangelio fuera intelectualmente respetable. Su preocupación con la sabiduría de este mundo les hizo sensibles a aquellos aspectos del mensaje cristiano que resultaban ofensivos a los oídos de los filósofos.
No tenían la intención de abandonar la fe, sino de redefinirla para que fuera más sabrosa o aceptable a los eruditos.
Pablo se enfureció por su intento de vincular la sabiduría del mundo con la de Dios. Sabía muy bien que lograr reconocimiento intelectual resultaría en una pérdida de poder espiritual.
¡Enfrentémoslo! Hay algo en el mensaje cristiano que es escandaloso a los judíos y una locura a los gentiles. Y no sólo eso, los cristianos en su mayoría no son lo que el mundo llamaría sabios, poderosos o nobles. Tarde o temprano tenemos que darnos cuenta de que en lugar de pertenecer a la inteligencia, somos necios, débiles, viles y menospreciados, porque es así como el mundo nos considera.
Pero lo maravilloso es que Dios utiliza este mensaje, que parece ser una locura, para salvar a los que creen. Dios se vale precisamente de personas como nosotros para realizar Sus propósitos. Al escoger instrumentos tan poco prometedores, evita toda la pompa y pretensión del mundo, elimina cualquier posibilidad de jactancia, y hace que Él solamente sea alabado.
Esto no quiere decir que no hay lugar para la erudición. Por supuesto que lo hay. Pero a menos que la erudición se combine con una profunda espiritualidad, ésta nos embotará y llegará a ser un verdadero peligro. Cuando la erudición juzga a la Palabra de Dios, alegando, por ejemplo, que algunos escritores utilizaron fuentes más confiables que otras, esto representa un abandono de la verdad de Dios. Cuando buscamos el reconocimiento de eruditos como éstos, nos hacemos vulnerables a todas sus herejías.
Pablo no llegó a los corintios con excelencia de palabras o de sabiduría. Determinó no saber nada entre ellos sino a Jesucristo y a éste crucificado. Sabía que el poder estaba en la presentación simple y franca del evangelio, y no en ocuparse con problemas espinosos e intrincados, teorías complejas e infructuosas que a nadie benefician, ni en rendir pleitesía al intelectualismo.