No hay más allá dice la ciencia popular. Sólo existe este mundo físico, y nada más. Y nosotros, que sólo somos un conjunto de átomos, nos desintegramos al morir y dejamos de existir. Esta vida es la única que hay, así que, ¡a vivir, que son cuatro días! Y la gente responde con el refrán popular, “muerto el perro, se acabó la rabia”, y parece que se siente feliz.
¿Pero es cierto esto? La Biblia dice que no es cierto, y nos informa de las repetidas afirmaciones de Jesús en cuanto a la existencia de otro mundo sobrenatural más allá de las pequeñas fronteras de nuestro espacio y tiempo. Un mundo eterno de donde él había venido al entrar en nuestro mundo, y a donde él iba a volver después de cumplir, en la Cruz, la misión que le trajo aquí.
Los teólogos modernistas de su tiempo, conjuntamente con la élite científica, se burlaron de él ya que no creían nada de eso. Le tenían como un pobre iluminado que no sabía lo que estaba diciendo, y no le hicieron ni caso. Pero la resurrección de Jesús tres días después de su muerte, un hecho histórico bien documentado en los escritos del Nuevo Testamento, con una abundancia de evidencia que nunca ha sido satisfactoriamente refutada hasta el día de hoy, confirmó la veracidad de sus aseveraciones que la muerte no es el final; que muerto el perro no se acaba la rabia; que hay un más allá, y un Dios en ese más allá a quien todos tendremos que rendir cuentas un día. Pero aparte de la evidencia histórica de la resurrección de Jesús, tenemos cada uno de nosotros una evidencia interna que confirma las aseveraciones de Jesús sobre esta cuestión. ¿Cuál es esa evidencia? Reflexionemos un momento.
“Al fin murió Pol Pot”. Así rezó el titular del diario El Mundo, el 17 de abril de 1998. Y por si nos hemos olvidado quién era Pol Pot, basta con decir que era el monstruo quién durante los cuatro sangrientos años de su terrible régimen de terror en Camboya (1975-1979), terminó con la vida de más del 25% de la población de su país. “Y lo peor del caso”, decía el artículo, “es que sobreviniéndole la muerte en su lecho, ha impedido su juicio por crímenes contra la humanidad en el Tribunal de La Haya”.
Dos años antes de esa fecha, ante un falso rumor de su muerte, había aparecido en otro diario un artículo que decía así: “Lo realmente obsceno del caso es pensar que el asesino de más de dos millones de personas, murió tranquilamente en su cama”. Y sigue el articulo diciendo: “Si hubiera justicia en este mundo, Pol Pot tendría que haber sufrido una muerte realmente horrible”. Después, hablando de los increíbles crímenes de Stalin y de Mao Zedong, quienes entre los dos eliminaron de la faz de la tierra a más de 60 millones de seres humanos, dice: “Estos también murieron inmerecidamente en sus camas”.
¡Si hubiera justicia en este mundo! Una frase que impacta e inquieta cuando uno lo piensa. Porque la verdad es que a través de la historia multitudes de tiranos, tanto grandes como pequeños, han muerto tranquilamente en sus camas sin que la justicia humana les haya jamás alcanzado, mientras que millones de sus desgraciadas víctimas murieron desesperados, sin que nadie les hiciera un gramo de justicia, o abogase a su favor.
Y nosotros, que somos seres morales con un concepto muy claro dentro de nosotros de justicia, sabemos que la cosa no debería ser así. Sin embargo si esta vida es la única que hay, pues la cosa sí que es así, y fin de todo argumento.
Pero esa voz que hay dentro de nosotros no queda conforme con tal respuesta. Sabemos instintivamente que no es justo que las cosas terminen así, digan lo que digan. ¿Pero por qué lo sabemos? ¿Y de dónde viene esa voz interna tan clara e insistente?
La Biblia nos da la única respuesta válida. Esa conciencia moral tan aguda que todos tenemos nos ha sido dada por Dios, y es en sí una poderosa evidencia de que esta vida no es la única que hay, y que no es cierto aquello de “muerto el perro se acabó la rabia”. Nos está diciendo que hay otro mundo, inmenso y eterno, y un Dios Juez de todos, ante cuyo Alto Tribunal todo ser humano tendrá que comparecer un día. Y de ese encuentro final con la Justicia Suprema, no escapará ni Pol Pot, ni nadie. Tal vez no nos guste mucho oír la cosa expuesta de esa manera, pero una cosa está clara, nuestro mismo instinto interno de justicia demanda que esto sea así.
El problema es que mientras nos sirve de profunda satisfacción saber que al final tanto Pol Pot como Stalin, Mao Zedong, Hitler, el Doctor Mengele y multitudes más tendrán que rendir cuentas de sus vidas y hechos ante el Tribunal Supremo de Dios, no nos hace ninguna gracia que nos digan que nosotros también tendremos que comparecer ante ese Tribunal.
¿Y por qué nosotros también? Por la sencilla razón que la Justicia de Dios no es una Justicia parcial, para unos sí y para otros no. Es una Justicia justa, para todos por igual. Y Dios, el Justo Juez, nos advierte claramente de antemano que todos, sin una sola excepción, hemos hecho infracción de su Ley y por lo tanto estamos bajo su sanción. Y aunque es cierto que para algunos la sanción de esa Ley será mucho más severa que para otros, sin embargo implicará para todos, tanto unos como otros, el ser excluidos para siempre de la presencia de Dios y la gloria de su maravilloso Reino, y destinados a un sitio que el Señor llama, “las tinieblas de afuera”, donde habrá “lloro y crujir de dientes” (Mateo 25:30).
Pero al avisarnos de antemano, Dios en su gran misericordia nos está dando tiempo y oportunidad para tomar la única medida posible para evitar tan grande calamidad. ¿Cuál es? De la historia de uno de los dos criminales crucificado con Jesús, aprendamos la lección, escrita en San Lucas 23:39-43.
Frente a la muerte, este condenado confesó que era culpable ante la Ley Romana y que merecía el castigo que le estaban imponiendo. Nadie tuvo que convencerle de esto. Su misma conciencia se lo decía. Pero eso a la vez le hizo pensar que detrás de César y su Ley había algo superior aún, el Soberano Dios y su Ley. Y sabía que ante esa Ley superior él era aún más culpable. ¿Qué sería de él entonces?
Estaba a punto de salir de este mundo para encontrarse con ese Dios cuya Ley él había quebrantado, y sólo pensarlo le llenaba de temor. ¿Habría una solución, una salida, una salvación en alguna parte?
En medio de su angustia se vuelve a Jesús, crucificado a su lado. Había notado en él algo tan diferente a los demás. Algo noble, íntegro y hasta majestuoso aun en la hora de su muerte – algo transcendente. Además, le había oído pronunciar una palabra que le llenó de esperanza al oírlo, la palabra “perdón”. Y sin más dilación le dijo a Jesús: “¡acuérdate de mí cuando vengas en tu Reino!”.
La respuesta del Señor ha traído paz y esperanza de gloria al corazón de incontables multitudes de personas quienes, como ese condenado, han clamado en su angustia al Señor, muerto en la Cruz por sus pecados:- Jesús le dijo: “De cierto de cierto te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso”.
Tú también, estimado lector, estás sentenciado a morir un día. Eso no lo puede negar nadie. Y en ese día, saldrás al encuentro de un Dios cuya Ley has quebrantado.
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