La última película de J.J. Abrams (el creador de la mítica serie Perdidos) nos transporta a los años 80 y al entrañable cine de aventuras de aquella época. Steven Spielberg produce e inspira esta historia, la mejor que hasta el momento ha realizado Abrams en la gran pantalla y que le coloca como digno sucesor del que ha sido en los últimos treinta años el “gurú” del cine espectáculo de Hollywood.
Los protagonistas de la película son un pequeño grupo de niños casi adolescentes, envueltos en una divertida aventura grupal: hacer una película de zombies para presentar a un “importante” concurso internacional. En Super 8 se va dibujando con maestría a unos niños creativos, con sentido del humor y mucha pasión. Un grupo heterogéneo en el que algunos, a pesar de su corta edad, sufren profundas heridas relacionadas con una complicada situación familiar.
La película comienza mostrándonos a un chico que ha perdido recientemente a su madre en un accidente laboral. Desde entonces, la relación con su padre es distante, y la comunicación entre ellos se limita a las órdenes con las que el agobiado progenitor intenta moldear la conducta de su hijo. Poco después se nos presenta un conflicto similar en la chica protagonista, que sufre también la ausencia de una madre, en este caso con el agravante de la compañía de un padre alcohólico y violento.
A pesar de que el misterio, la aventura y la acción forman una parte importante del desarrollo de la historia, ésta se mantiene principalmente en torno a este conflicto padre-hijo. Un tema que el cine ha tratado desde diversas perspectivas, pero que sin duda es uno de esos asuntos inagotables y universales, de largo recorrido.
PADRE AUSENTE, HIJO REBELDE
El interés del director y escritor de la historia J.J. Abrams en plasmar los conflictos entre padres e hijos ya se reflejó en su mejor creación audiovisual, la serie Perdidos, donde además de jugar con el misterio y la intriga, se preocupó de poblar la isla de personajes cuyo principal problema era la difícil y tortuosa relación con sus padres, que conocíamos por los flashbacks y marcaba el presente en aquel entorno misterioso.
Lo cierto es que no es difícil para el espectador sentir empatía con aquellos personajes que lleven heridas, muchas veces sin cicatrizar, por este conflicto que no entiende de culturas ni épocas. La figura del padre nos impone respeto. Es el primer modelo al que miramos, que muchas veces admiramos de niños y luego rechazamos en la adolescencia.
Pero para aquellos que son padres, también resulta complicado saber cómo comportarse con sus hijos. A veces por problemas de comunicación, o por el difícil equilibrio entre autoridad y cariño, los padres han llevado a cuestas un sufrimiento que -según dicen- sólo quien lo ha pasado puede entenderlo. Muchos son los que desearían poder abrazar a su padre o a su hijo, pero no son capaces por culpa de heridas que quedan sin tratar y que el tiempo no cura.
Últimamente me ha llamado la atención que aún en la historia más conocida de todas, la de Jesús, hay un conflicto con el padre. El que se llamó a sí mismo “Hijo de Dios”, cuando estaba en la cruz clamó ese desgarrador “Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”. Eran momentos de dolor no sólo por el sufrimiento físico de una tortura cruel y despiadada; sino también por la sensación de desamparo y soledad.
Uno de los escritores del Nuevo Testamento explica que Jesús pudo soportar este momento “por el gozo que le esperaba”. Sí, el gozo del reencuentro con su padre, y además la alegría de saber que su muerte tenía un sentido trascendental para la relación entre la humanidad y Dios mismo. Como dice uno de sus discípulos más cercanos, Juan, fue “el amor del padre” lo que hace que ahora nosotros podamos llamarnos “hijos de Dios”.
Ahora Jesús, tras pasar ese momento, “puede compadecerse de nuestras debilidades” porque aunque “era Hijo, por lo que padeció, aprendió a obedecer”. Y su padre puede ser también el nuestro, uno en el que podemos “recibir la misericordia y hallar la gracia en el momento que más lo necesitemos”, dice el escritor a los Hebreos.
En el caso de Jesús, el conflicto del padre sirvió para su crecimiento y, en consecuencia, para nuestro provecho. Pero, ¿qué pasa con nuestro conflicto con Dios? Al igual que con nuestros padres podemos tener heridas abiertas, la situación se asemeja a la que tenemos con el padre que Jesús nos vino a mostrar.
Jesús vino a mostrarnos a un padre que nos ama, que quiere tener una relación fluida con cada hijo, que quiere dar sentido a la vida y a la muerte. Un padre que, como el de la conocida historia, espera el regreso del hijo que se había alejado, para que pueda disfrutar del perdón de un Dios dispuesto a abrazarlo y darle aquello que su corazón necesitaba. Dios quiere restaurar su relación con cada persona que esté dispuesta a conocerle y acercarse a él. Un conflicto que para entenderlo no es necesario verlo en la pantalla: podemos encontrarlo en lo profundo de nuestro ser.
Daniel Hofkamp
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