“…los que durmieron en él” (1 Tesalonicenses 4:14).
¿Cómo hemos de reaccionar cuando uno de nuestros seres queridos muere en el Señor? Algunos cristianos se derrumban emocionalmente. Otros, aunque afligidos, son capaces de sostenerse heroicamente. Todo depende de cuán profundamente estemos arraigados en Dios y hasta qué punto nos hayamos apropiado de las grandes verdades de nuestra fe.
En primer lugar, debemos ver la muerte desde el punto de vista del Salvador. Es una respuesta a lo que Él oro en Juan 17:24, “Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria…” Cuando nuestros seres queridos van a estar con Él, Él ve el fruto de Su aflicción y queda satisfecho (Is. 53:11). “Estimada es a los ojos de Jehová la muerte de sus santos” (Sal. 116:15).
En segundo lugar, debemos tomar en consideración qué significa la muerte para aquel que la experimenta. Se le permite ver al Rey en Su hermosura. Es librado para siempre del pecado, la enfermedad, el sufrimiento y las penas. Es arrebatado de la aflicción (Is. 57:1). “Nada se compara con la partida de un santo de Dios… llegar a la casa del Padre, dejar atrás aquellos viejos terrones de lodo, ser libertado de la esclavitud de lo material, recibido por la innumerable compañía de ángeles”. Ryle escribió: “En el mismo momento en que los creyentes mueren, entran al paraíso. Han peleado la batalla, su contienda ha terminado. Por fin tocan el otro lado de ese valle tenebroso por el que un día hemos de caminar. Desembarcan en la otra orilla de ese oscuro río por el que algún día tenemos que cruzar. Han bebido esa última copa amarga que el pecado ha mezclado y preparado para el hombre. Han llegado a aquel lugar donde la pena y el gemido ya no existen más. ¡Ciertamente no debemos desear que regresen otra vez! Es por nosotros mismos y no por ellos que tenemos que llorar”. La fe se apropia esta verdad y se fortalece como árbol plantado junto a corrientes de aguas.
Para nosotros, la muerte de un ser querido va acompañada de tristeza. Pero no debemos entristecernos como los demás que no tienen esperanza (1 Ts. 4:13). Sabemos que nuestros seres queridos están con Cristo, lo que es muchísimo mejor. Sabemos que la separación es tan sólo por un poco de tiempo. Después nos reuniremos en las laderas de la tierra de Emanuel, y nos volveremos a ver en mejores circunstancias que en las que nos conocimos aquí abajo. Esperamos con ansia la venida del Señor cuando los muertos en Cristo resucitarán primero, luego nosotros los que vivamos, los que hallamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para salir al encuentro del Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor (1 Ts. 4:16,17). Esta esperanza hace la diferencia.
El consuelo de Dios no es demasiado pequeño (Job 15:11). Nuestra tristeza está mezclada con gozo, y nuestro sentido de pérdida está más que compensado con la promesa de una bendición eterna.