5 Octubre

“Yo os he entregado, como lo había dicho a Moisés, todo lugar que pisare la planta de vuestro pie” (Josué 1:3).

 

Dios dio al pueblo de Israel la tierra de Canaán. Era suya por promesa divina, pero todavía faltaba que se apropiasen de ella. La regla para poseerla era: “Yo os he entregado todo lugar que pise la planta de vuestro pie”.

Dios nos ha dado muchas promesas grandes y preciosas. La Biblia está llena de ellas. Pero debemos apropiarnos de ellas por la fe. Solamente entonces son realmente nuestras.

Tomemos, por ejemplo, las promesas relacionadas con la salvación. El Señor promete repetidamente que dará la vida eterna a los que se arrepienten de sus pecados y reciben a Jesucristo como Señor y Salvador. Sin embargo, la promesa no es nuestra hasta que la reclamamos confiando en el Salvador de los pecadores.

¡Vayamos un paso más allá! Una persona puede creer verdaderamente en el Señor Jesucristo y no obstante no disfrutar de la seguridad de la salvación. Puede llegar a pensar que es presuntuoso decir que es salvo y así condenarse a vivir en duda y oscuridad. La Palabra promete que aquellos que creen en el Nombre del Hijo de Dios tienen vida eterna (1 Jn. 5:13), pero ésta debe apropiarse por la fe para poder disfrutarla.

A Dios le gusta que confiemos en Él. Le agrada cuando le tomamos la Palabra. Se siente honrado cuando pedimos las promesas más increíbles y contamos con ellas como algo hecho.

Un día cuando Napoleón pasaba revista a sus tropas, de repente su caballo se desbocó tan violentamente que el Emperador estuvo en peligro de caer al suelo. Un soldado raso corrió hacia adelante, cogió las riendas y tranquilizó al caballo.

Plenamente consciente de que su ayudante era un humilde soldado raso, Napoleón le dijo: “¡Muchas gracias, Capitán!” Tomándole la palabra, el soldado raso replicó, “¿De qué regimiento, señor?”

Más tarde, cuando el soldado raso contaba el incidente a sus amigos, se burlaban de su confianza al pensar que ya era capitán. ¡Pero era verdad! El Emperador se lo había dicho así y él había reclamado el ascenso ahí mismo.

En cierto modo la situación del creyente es similar. Puede ser un capitán o permanecer como soldado raso. Puede disfrutar las riquezas que son suyas en Cristo Jesús o vivir en pobreza espiritual y material. “Podemos tener tanto de Dios como queramos. Cristo pone la llave de la cámara del tesoro en nuestra mano y nos ofrece coger todo aquello que queramos. Si un hombre es admitido en la cámara de un banco donde se guardan montones de lingotes de oro y se le dice que se sirva y sale con una peseta, ¿quién tiene la culpa de que siga siendo pobre? ¿De quién es la falta si el pueblo cristiano tiene porciones tan insuficientes de las riquezas gratuitas de Dios?” (McLaren).

Josue G Autor