“No apaguéis al Espíritu. No menospreciéis las profecías” (1 Tesalonicenses 5:19-20).
Cuando pensamos en apagar, generalmente lo relacionamos con fuego. Apagamos el fuego cuando arrojamos agua sobre él. De este modo lo extinguimos por completo o reducimos grandemente su alcance y eficacia.
El fuego se emplea en las Escrituras como un tipo del Espíritu Santo. Él es ferviente, abrasador y entusiasta. Cuando las personas están bajo el control del Espíritu, son resplandecientes, ardientes y desbordantes. Apagamos el Espíritu cuando suprimimos Su manifestación en las reuniones del pueblo de Dios.
Pablo dice: “No apaguéis al Espíritu. No menospreciéis las profecías”. La manera en la que vincula apagar al Espíritu con el desprecio a las profecías nos lleva a creer que apagar tiene que ver ante todo con las reuniones de la iglesia local.
Apagamos al Espíritu cuando hacemos que un hombre se avergüence de su testimonio por Cristo, sea en la oración, la adoración o el ministerio de la Palabra. Una cosa es la crítica constructiva, pero cuando criticamos a un hombre por palabras o detalles quisquillosos, le desanimamos o hacemos que tropiece en su ministerio público.
También apagamos al Espíritu cuando tenemos servicios tan organizados que le oprimen como una camisa de fuerza. Si se disponen las cosas en dependencia del Espíritu Santo, nadie puede objetar. Pero si los arreglos se hacen sobre la base del ingenio humano dejan al Espíritu Santo como un mero espectador en lugar de ser el director.
Dios ha dado muchos dones a la iglesia. Concede dones diferentes para tiempos diferentes. Quizás un hermano tiene una palabra de exhortación para la congregación. Si todo ministerio público se centra en los mismos hombres, entonces el Espíritu no tiene libertad para suscitar el mensaje necesario para el tiempo apropiado. Este es otro modo de apagar al Espíritu.
Por último, apagamos al Espíritu cuando rechazamos Su impulso en nuestras vidas. Quizás somos movidos poderosamente a ministrar sobre cierto tema pero nos abstenemos por temor al hombre. Nos sentimos impulsados a guiar la oración pública pero permanecemos sentados por timidez. Pensamos en un himno que sería especialmente apropiado pero carecemos del valor para anunciarlo.
El resultado que se produce es que el fuego del Espíritu se apaga, nuestras reuniones pierden su espontaneidad y poder y el cuerpo local se empobrece.