Nuestro día a día sería inconcebible sin el orden y la limpieza. Aunque tu pienses que “eres el rey en el mundo del caos” no te gustaría prescindir de pequeños “lujos” como usar unos baños mínimamente limpios o elegir un lugar de recreo libre de basuras para pasar un día de campo agradable. Para sentirnos a gusto y cómodos necesitamos un mínimo de higiene y orden, aunque, paradógicamente, muy pocas personas sientan pasión por ordenar y limpiar.
El concepto de limpieza no es necesariamente el mismo para todos: Se dice que la reina Isabel la Católica se bañó sólo dos veces en su vida: cuando nació y el día de su boda. Por otro lado, conocí a un joven que durante un tiempo fue hippy: ropa sucia y rota, pelo largo y desordenado y mucha droga. Sin embargo, pasaba dos veces al día por casa de su madre para ducharse porque no soportaba sentirse sucio. Pero no solo nuestro cuerpo y entorno necesitan un poquito de limpieza de vez en cuando:
¡Los seres humanos necesitamos sentirnos “limpios” en lo más profundo de nuestro ser!
Hoy muchos viven como si perseguir cualquier disfrute o placer fuera lo único que valiera la pena. Tristemente, en esta caza por un poquito de felicidad se producen muchos y graves “daños colaterales”: abusos y desengaños, envidias, odio, desesperación y un sin fin de cosas aún peores. Estas experiencias a menudo dejan secuelas, a veces físicas pero, sobre todo, emocionales. No pocos llegan a tener problemas que la psicología define como “sentirse sucio” o “sentirse culpable”.
Dios también nos habla de estos problemas y los llama consecuencia del PECADO. El pecado es todo aquello que va en contra de la voluntad de Dios. Todo aquello que destroza al hombre: a uno mismo y, casi siempre, también a otros. El pecado es malusar nuestra vida en cosas para las que no fuimos creados y que nos dañan. Pero el pecado, sobre todo, nos separa de Dios. Isaías lo expresa así: “…vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y vuestro Dios, y vuestros pecados han hecho ocultar de vosotros su rostro para no oír.” (1) Y, aunque no nos guste nada reconocerlo, es un problema que nos concierne a todos: “por cuanto todos pecaron y no alcanzan la gloria de Dios” (2)
La psicología nos recomienda que “hay que dejar a un lado la culpa, los “errores” para una existencia más plena, con menos neurosis, represiones y obsesiones…”(3) Me parece estupendo, pero ¡díle esto a una persona agobiada por una culpa real que condiciona negativamente su vida desde hace años!
El consejo de Dios es muy diferente. Él nos dice: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad.”(4) ¡No basta con ignorar aquello que tanto nos molesta y nos hace daño! Dios promete: “borrar nuestros pecados… y no acordarse más de ellos”(5) ¡Esto es posible, porque Jesús, que vino a este mundo para ”salvar a su pueblo de sus pecados”(6) mostró su amor por nosotros muriendo por nuestros pecados en la cruz. (7) A nadie le gusta hablar de estas cosas, al igual que tampoco nos gusta la suciedad. Pero si no nos ponemos manos a la obra nuestra vida pronto se hace insufrible. El desorden y la suciedad no se resuelven por sí mismos, ¡el pecado tampoco! Está en nosotros el darle un voto de confianza a Dios y creer que lo que él dice en su Palabra es cierto. Reconoce que esta carga indefinida que tienes en tu corazón es el pecado que te agobia.
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