19 Septiembre

“Porque Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos” (Romanos 5:6).

 

Cristo no vino a llamar a los justos ni murió por los buenos. No fue a la Cruz por las personas decentes, respetables y refinadas. Él murió por los impíos.

Desde el punto de vista de Dios, toda la humanidad es impía. Todos nacimos en pecado y fuimos formados en iniquidad. Como la oveja perdida, nos hemos descarriado y hemos tomado nuestro propio camino. Ante los ojos inmaculados de Dios, somos depravados, impuros y rebeldes. Nuestros mejores esfuerzos para hacer lo que es justo no son sino trapos de inmundicia.

El problema está en que la mayoría de la gente no quiere admitir que es impía. Al compararse con los criminales de la sociedad se imaginan que son aptas para el cielo. Son como la señora rica de la alta sociedad que se enorgullecía de su trato social y sus caridades públicas. En una ocasión, cuando un vecino creyente testificaba a una señora así, ella le decía que no tenía necesidad de ser salva porque sus buenas obras eran suficientes. Le recordó que era miembro de la iglesia y que venía de un antiguo linaje de “cristianos”. El cristiano tomó un pedazo de papel, escribió sobre él con letras mayúsculas la palabra IMPÍA, se lo devolvió y le dijo: “¿Le molestaría que lo prendiera a su blusa?” Cuando vio la palabra IMPÍA, se erizó y le dijo: “Desde luego que me molesta”. “Nadie va a decirme que soy impía”. Entonces el cristiano le explicó que al negarse a admitir su condición pecaminosa y perdida, se privaba a sí misma de cualquier beneficio de la obra salvadora de Cristo. Si no confesaba que era impía, entonces Cristo no había muerto por ella. Si no estaba perdida, entonces ¿cómo podía ser salva? Si estaba sana, no necesitaba del Gran Médico.

Hubo una vez una fiesta muy especial en un enorme auditorio cívico, la cual era para niños ciegos y lisiados. Los jovencitos llegaron en sillas de ruedas, muletas y conducidos de la mano. Mientras la fiesta transcurría, un policía encontró a un niñito llorando en la entrada del edificio.

“¿Por qué lloras?” le preguntó compasivamente.
“Porque no me dejan entrar”.
“¿Por qué no te dejan entrar?”

El pequeñín respondió: “porque la fiesta no tiene que ver conmigo”.

Es lo mismo que sucede con la fiesta del Evangelio. Si no tiene nada que ver contigo, no puedes entrar. Para poder tener acceso tienes que demostrar que eres pecador. Tienes que reconocer que eres impío. Jesucristo vino a morir por los impíos. Como decía Robert Munger: “La Iglesia es la única comunidad del mundo donde el único requisito para ser miembro es la indignidad del candidato”.

Josue G Autor