17 Mayo

“…por pretexto o por verdad, Cristo es anunciado; y en esto me gozo, y me gozaré aún” (Filipenses 1:18).

 

Hay un defecto muy extendido entre los hombres: no reconocen ningún bien más allá de su propio círculo privado. Se imaginan que tienen el monopolio de la excelencia y que nadie más puede ser o hacer algo comparable. Nos recuerdan el gracioso eslogan de una pegatina adherida al parachoques de un automóvil: “Yo estoy bien. Tú estás así así”. Aunque a alguno no le guste, tiene que admitirlo.

Presumen que su iglesia es la única verdadera, y su servicio al Señor es el único realmente válido. Sus puntos de vista sobre cualquier tema son los únicos autorizados. Ellos son la gente y la sabiduría morirá con ellos.

Pablo no pertenecía a ese grupo. Reconocía que otros también predicaban el evangelio. Cierto, algunos lo hacían por rivalidad, para afligirle. No obstante, les reconocía el mérito de proclamar el evangelio, y se regocijaba de que Cristo fuera anunciado.

En su comentario a las epístolas pastorales, Donald Guthrie escribe: “verdaderamente hace falta gracia para que los pensadores independientes reconozcan que la verdad puede fluir por otros canales que no sean los suyos”.

Una característica distintiva de las sectas es que sus líderes dicen tener la última palabra en todos los asuntos de la fe y la moral. Demandan obediencia incondicional a sus pronunciamientos y buscan alejar a sus seguidores de todo aquel que no está de acuerdo con ellos.

En la introducción a la Versión Autorizada de la Biblia en inglés rara vez leída, los traductores escriben acerca de aquellos: “Hermanos engreídos, que van por sus propios caminos, y no se aficionan sino a lo que ellos mismos entienden, y se elabora en sus propios yunques”. La lección para nosotros es que debemos ser de amplio corazón para reconocer el bien dondequiera lo encontremos, y conceder que ningún creyente o comunidad cristiana puede permitirse reclamar que son los únicos que están bien o que tienen el monopolio de la verdad.

Josue G Autor