13 Junio

“Dios… es rico en misericordia” (Efesios 2:4).

 

La misericordia es aquella compasión y bondad que Dios manifiesta a los que son culpables y débiles o están en angustia y necesidad. Las Escrituras hacen hincapié en que Dios es rico en misericordia (Ef. 2:4), y grande en misericordia (Sal. 86:5). Su misericordia es abundante (1 P. 1:3); grande es hasta los cielos (Sal. 57:10). “Porque como la altura de los cielos sobre la tierra, engrandeció su misericordia sobre los que le temen” (Sal. 103:11). De Dios se dice que es “Padre de misericordias” (2 Co. 1:3) y que es “muy misericordioso y compasivo” (Stg. 5:11). Es imparcial cuando otorga Su misericordia: “hace salir su sol sobre malos y buenos, y hace llover sobre justos e injustos” (Mt. 5:45). Los hombres no se salvan por obras de justicia (Tit. 3:5) sino por Su soberana misericordia (Éx. 33:19; Ro. 9:15). Su misericordia permanece para siempre sobre los que le temen (Sal. 136:1; Lc. 1:50), pero al impenitente la misericordia le alcanza solamente en esta vida.

Hay una diferencia entre gracia y misericordia. Gracia significa que Dios me colma de bendiciones que no merezco. La misericordia significa que no me castiga como merezco.

Cada doctrina de la Escritura trae consigo obligaciones. Las misericordias de Dios requieren, en primer lugar, que presentemos nuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, aceptable a Dios (Ro. 12:1). Esto es lo más razonable, racional, sano y sensible que podemos hacer.

También es verdad que Dios quiere que seamos misericordiosos los unos con los otros. Ha prometido una recompensa especial para el misericordioso: “alcanzarán misericordia” (Mt. 5:7). El Señor quiere misericordia y no sacrificio (Mt. 9:13), es decir, los grandes actos de sacrificio son inaceptables si están separados de la piedad personal.

El buen samaritano es aquel que muestra misericordia a su prójimo. Esta misericordia se deja ver cuando alimentamos al hambriento, vestimos al pobre, atendemos al enfermo, visitamos a las viudas y a los huérfanos, y lloramos con los que lloran.

Somos misericordiosos cuando rehusamos vengarnos de alguien que nos ha hecho mal, o acogemos compasivamente a aquellos que han fracasado.

Recordando lo que somos, debemos orar pidiendo misericordia por nosotros mismos (He. 4:16) y por los demás (Gá. 6:16; 1 Ti. 1:2).

Por último, las misericordias de Dios deben afinar nuestros corazones para cantar Sus alabanzas.

Cuando todas tus maravillas ¡Oh mi Dios!
Mi alma resucitada contempla,
Transportado por la visión
Me lleno de amor, asombro y admiración.

                                         Joseph Addison.

Josue G Autor