“Dijo David: ¿Ha quedado alguno de la casa de Saúl, a quien haga yo misericordia por amor de Jonatán?” (2 Samuel 9:1).
Mefi-boset era nieto del rey Saúl, el que había tratado repetidamente de quitarle la vida a David. Por lo tanto descendía de una familia rebelde, la cual se esperaría que fuese exterminada una vez que David subiera al trono. Además de eso, Mefi-boset era un lisiado indefenso, que había caído de los brazos de su nodriza cuando era pequeño. El hecho de que vivía en casa de otro en Lodebar, que significa “no [hay] pastos,” sugiere que era pobre. Lodebar estaba en el lado oriental del Jordán y por lo tanto “muy lejos” de Jerusalén, la morada de Dios. No había mérito en Mefi-boset en lo que respecta a conseguir el favor de David.
A pesar de todo eso, David inquirió tocante a él, le envió mensajeros, mandó traerle al palacio real, le aseguró que no tenía nada qué temer, lo enriqueció con todas las tierras de Saúl, le proveyó un séquito de servidores para que le atendieran y le honró dándole un lugar permanente en la mesa del rey como uno de los hijos del rey.
¿Por qué mostró David tal misericordia, gracia y compasión hacia uno que era tan indigno? La respuesta es “por amor a Jonatán”. David había hecho un pacto con Jonatán, el padre de Mefi-boset, que precisaba que nunca cesaría de mostrar bondad a la familia de Jonatán. Éste era un pacto de gracia incondicional (1 S. 20:14-17).
Mefi-boset se dio cuenta de esto, porque cuando fue introducido por primera vez en la presencia del rey se postró y dijo que “un perro muerto” como él no merecía tales bondades.
No debe ser difícil para nosotros vernos retratados en esta descripción. Nacimos de una raza rebelde y pecaminosa bajo la condenación de la muerte. Estábamos moralmente deformados y paralizados por el pecado. Nosotros también habitábamos en una tierra de “no hay pastos”, hambrientos espiritualmente. No solamente estábamos condenados y éramos indefensos y pobres, sino que estábamos “muy lejos” de Dios, sin Cristo y sin esperanza. No había nada en nosotros que pudiera provocar el amor y la bondad de Dios.
Sin embargo Dios nos buscó, nos encontró, nos libró del temor de la muerte, nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales, nos trajo a Su mesa de banquete y levantó la bandera de Su amor sobre nosotros.
¿Por qué hizo Él esto? Fue por amor a Jesús, y fue por Su pacto de gracia que nos escogió en Cristo antes de la fundación del mundo.
La respuesta adecuada debe ser postrarnos en Su presencia y decir: “¿Quién es tu siervo, para que mires a un perro muerto como yo?”