“No juzguéis según las apariencias, sino juzgad con justo juicio”
(Juan 7:24).
Una de las debilidades más profundamente arraigadas de la humanidad caída es la tendencia persistente a juzgar según la apariencia.
Juzgamos a una persona por lo que vemos. Juzgamos a un automóvil usado por la chapa. Juzgamos a un libro por su portada. Nos decepcionamos y a pesar de tantas veces que quedamos desilusionados, tercamente rehusamos aprender que “no todo lo que reluce es oro”.
En su libro Hide or Seek, James Dobson dice que la belleza física es el atributo personal que más valoramos en nuestra cultura. Hemos hecho de ella lo que llama: “la moneda de oro del valor humano”. Así resulta que un niño hermoso se vea más favorecido por los adultos que uno común y corriente. Los maestros tienden a dar mejores notas a los niños atractivos.
Se disciplina menos a los niños bonitos que a los demás. Los niños de aspecto más sencillo están más sujetos a ser culpados por su mala conducta.
Samuel habría escogido al alto y guapo Eliab para ser rey (1 S. 16:7), pero el Señor lo corrigió: “No mires a su parecer, ni a lo grande de su estatura, porque yo lo desecho; porque Jehová no mira lo que mira el hombre; pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón”.
En la historia, el caso más grave de un juicio equivocado ocurrió cuando el Señor Jesús visitó nuestro planeta. Aparentemente no era atractivo en cuanto a su apariencia física. No tenía atractivo, y cuando los hombres le vieron, no encontraron parecer en Él, ni hermosura para que le desearan (Is. 53:2). ¡No pudieron ver belleza en la única Persona verdaderamente hermosa que jamás haya vivido!
Con todo, Él mismo nunca cayó en la trampa terrible de juzgar según la apariencia, porque antes de Su venida se había profetizado de Él: “No juzgará según la vista de sus ojos, ni argüirá por lo que oigan sus oídos” (Is. 11:3). En Su opinión, no es el rostro lo que cuenta, sino el carácter. No es la portada, sino el contenido. No es lo físico, sino lo espiritual.