“No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho
Jehová de los ejércitos” (Zacarías 4:6).
Este versículo contiene la importante verdad de que la obra del Señor no se lleva a cabo por medio de la fuerza y el ingenio humano sino por el Espíritu Santo.
Lo vemos en la caída de Jericó. No fue el ejército de Israel el que hizo que las murallas cayeran. Fue el Señor quien entregó la ciudad en sus manos cuando los sacerdotes tocaron las trompetas siete veces.
Si hubiera dependido de un enorme ejército, Gedeón nunca habría derrotado a los madianitas, ya que su ejército había sido reducido a tan sólo trescientos hombres. Y su armamento poco convencional consistía en cántaros de barro con antorchas en su interior. Sólo el Señor pudo haberles dado la victoria.
Elías eliminó deliberadamente cualquier posibilidad de que la fuerza o el poder humano pudieran prender fuego al altar, derramando sobre él doce cántaros de agua. Cuando el fuego descendió, no hubo lugar a duda en cuanto a su origen divino.
Abandonados a su propio ingenio, los discípulos no pudieron pescar nada durante toda la noche. Esto dio oportunidad para que el Señor les mostrara que debían buscarle si querían ser verdaderamente eficaces en el servicio.
Es fácil que pensemos que el dinero es la necesidad más grande en el servicio cristiano. En realidad, esto no es así, y nunca lo será. Hudson Taylor tenía razón cuando decía que no debemos temer a la falta de dinero, sino a la abundancia no consagrada del mismo.
O recurrimos a politiquería clandestina, a programas promocionales muy dinámicos, a la manipulación psicológica de la gente o a una astuta oratoria. Nos entregamos a vastos programas de construcción y a edificar un imperio de organización, pensando vanamente que éstas son las claves del éxito.
Pero la obra de Dios no avanza con el poder, ni con la fuerza, ni con cualquiera de estas cosas. Es con el Espíritu del Señor.
Mucha de la llamada “obra cristiana” en nuestros días podría continuar sin el Espíritu Santo. Pero la verdadera obra cristiana es la que hace que Él sea lo indispensable cuando se libra la batalla espiritual, no con armas carnales sino con oración, fe y la Palabra de Dios.