“¡Hijo mío Absalón, hijo mío, hijo mío Absalón! ¡Quién me diera que muriera yo en lugar de ti, Absalón, hijo mío, hijo mío!” (2 Samuel 18:33).
Ignoramos si Absalón era salvo o no, pero los gemidos de su padre reflejan el dolor que muchos creyentes experimentan cuando muere algún pariente inconverso, por quien quizás oraron por muchos años. ¿Hay algún bálsamo en Galaad para tal ocasión? ¿Qué postura adopta la Escritura?
En primer lugar, no siempre podemos estar seguros si la persona en realidad murió sin Cristo. Hemos escuchado el testimonio de un hombre que fue arrojado por un caballo y que confió en Cristo: “entre el suelo y el estribo, misericordia buscó y misericordia encontró”. Otro hombre se cayó de la pasarela de un barco y antes de que su cuerpo tocara el agua, se convirtió. Si hubieran muerto en aquellos contratiempos, nadie hubiera sabido que murieron en la fe.
Creemos que es posible que una persona se salve estando en coma. Los médicos nos dicen que una persona en estado de coma a menudo puede escuchar y entender lo que se dice en la habitación, aunque no pueda hablar. Si se puede oír y entender, ¿qué impide que alguien reciba a Jesucristo por un acto concreto de fe?
Pero supongamos lo peor: que la persona muere sin ser salva. En ese caso, ¿cuál debe ser nuestra actitud? Debemos ponernos del lado de Dios contra nuestra propia carne y sangre. Si alguien muere en sus pecados no es la culpa o el error de Dios; porque a un coste excepcional, Dios ha provisto un medio por el que la gente puede ser salva de sus pecados. La salvación es don gratuito, totalmente aparte de cualquier idea de deuda o mérito. Si los hombres rechazan el don de la vida eterna, ¿qué más puede hacer Dios? Ciertamente no podrá poblar el cielo con los que no desean estar ahí; entonces dejaría de ser el cielo.
Si algunos de nuestros seres queridos entran en la eternidad sin esperanza, todo lo que podemos hacer es compartir el dolor y la congoja del Hijo de Dios, quien, llorando sobre Jerusalén, decía: “Cuántas veces quise… mas no quisiste”.
Sabemos que el Juez de toda la tierra hará lo que es justo (Gn. 18:25). Afirmamos su perfecta justicia cuando castiga a los que se pierden así como cuando salva a los pecadores que se arrepienten.