“Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él misericordia, y al Dios nuestro, el cual será amplio en perdonar” (Isaías 55:7).
El pecador tembloroso teme que Dios no lo reciba. El que peca y se arrepiente de lo mismo una y otra vez duda que Dios pueda perdonarle más. Pero nuestro versículo nos recuerda que a los que se vuelven al Señor se les da la bienvenida con pródiga misericordia y abundante perdón.
Esto se ilustra con una historia que sale a la superficie periódicamente a través de los años, una historia en la que los detalles cambian pero el mensaje perdura. Es acerca de un hijo rebelde que dejó su casa, se fue a New York, vivió en pecado y vergüenza y finalmente fue arrojado en la cárcel. Después de cuatro años de estar ahí fue puesto en libertad condicional y quiso volver a su casa. Pero estaba torturado con el temor de que su padre no lo recibiera. No podría enfrentar la desilusión de ser rechazado.
Por último, escribió a su padre sin remitente. Le decía que estaría en el tren el viernes siguiente. Si la familia todavía lo quería, debía atar un pañuelo blanco en la encina del patio del frente. Si no veía el pañuelo cuando el tren pasara, seguiría sin bajar del tren.
Ya en el tren, hosco y retraído, temía lo peor. Sucedió que venía un cristiano sentado detrás suyo. Después de varios intentos infructuosos, el cristiano finalmente logró que abriera su corazón y le contara su historia. Estaban ahora a cincuenta millas del hogar. El pródigo que regresaba fluctuaba entre el temor y la esperanza. Cuarenta millas. Pensaba en la desgracia que había traído a sus padres y cómo había roto sus corazones. Treinta millas. Los años desperdiciados pasaban por su mente. Veinte millas. Diez millas. Cinco millas.
Finalmente la casa estaba a la vista. Se sentó sorprendido. La encina estaba cubierta con tiras blancas de tela revoloteando locamente en la brisa. Se levantó, bajó su equipaje y se preparó para descender en la estación.
El árbol se asemeja a la Cruz. Con los brazos abiertos y adornado con innumerables promesas de perdón, llama al pecador arrepentido para que vuelva al hogar. ¡Qué bienvenida a la casa del Padre! ¡Qué ilimitado perdón cuando el pródigo vuelve!