“Antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como
superiores a él mismo” (Filipenses 2:3b).
Estimar a los demás más que a uno mismo no es natural; la naturaleza humana caída se rebela ante un golpe tan duro a su ego. Es humanamente imposible; no tenemos el poder en nosotros mismos para vivir una vida tan despegada del mundo. Pero es divinamente posible; el Espíritu Santo que habita en nosotros nos capacita para negarnos al yo a fin de que otros puedan ser honrados.
Gedeón ilustra el texto que estamos considerando. Después de que sus trescientos hombres habían derrotado a los madianitas, llamó a los hombres de Efraín para dar el golpe final. Cortaron la ruta de escape y capturaron a dos príncipes madianitas. Pero se quejaron de que no les hubiesen llamado al comienzo de la batalla. Gedeón respondió que el rebusco de las uvas de Efraín era mejor que la vendimia de Abiezer (Jue. 8:2), esto es, la operación de limpieza conducida por los hombres de Efraín, resultó ser más notable que toda la campaña dirigida por Gedeón. Este espíritu de desprendimiento apaciguó a los de Efraín.
Joab mostró una gran generosidad cuando capturó Rabá y luego llamó a David para que viniera y administrara la copa de gracia (2 S. 12:26-28). Joab quedó muy satisfecho con que David se llevara el renombre de la victoria. Éste fue uno de los momentos más nobles en la vida de Joab.
El apóstol Pablo estimaba a los filipenses como superiores a él mismo. Manifestó que lo que estaban haciendo era un sacrificio significativo a Dios, mientras que él no era nada más que una libación derramada sobre el sacrificio y servicio de su fe (Fil. 2:17).
En tiempos más recientes, un amado siervo de Cristo estaba esperando en una antesala su turno con otros distinguidos predicadores, a punto de subir a la plataforma. Cuando finalmente apareció, una estruendosa ovación tuvo lugar, pero rápidamente se hizo a un lado para que aquellos que le seguían recibieran el aplauso.
El ejemplo supremo de auto-negación es el Señor Jesús, quien se humilló a sí mismo para que nosotros pudiéramos ser exaltados. Se hizo pobre para que fuésemos enriquecidos. Murió para que pudiéramos vivir.
“Haya, pues, en vosotros el mismo sentir que hubo también en Cristo Jesús”.