13 Septiembre

“…al descender del monte, Moisés no sabía que la piel de su rostro resplandecía, por haber hablado con Dios” (Éxodo 34:29 BAS).

 

Cuando Moisés descendió del Monte Sinaí con las dos tablas que contenían los Diez Mandamientos, llevaba consigo dos características notables. En primer lugar, su rostro resplandecía. Había estado en la presencia del Señor, quien se le había revelado en una nube de gloria brillante y resplandeciente, conocida como la Shekinah. El resplandor en el rostro de Moisés era una incandescencia que no provenía de sí mismo. Después de hablar con Dios, el dador de la ley llevaba consigo algo del esplendor y refulgencia de la gloria. Fue una experiencia que le transfiguró.

La segunda característica notable fue que Moisés no sabía que su cara resplandecía. Estaba totalmente inconsciente del singular cosmético que llevaba por haber estado en comunión con el Señor. F. B. Meyer comenta que ésa era la gloria cumbre de aquella transfiguración: el hecho de que Moisés era ignorante de ella.

Hay un sentido en el que la experiencia de Moisés puede ser nuestra. Se nota cuando pasamos tiempo en la presencia del Señor. Puede notarse en nuestros rostros, porque hay un vínculo estrecho entre lo espiritual y lo físico. Pero no deseo insistir en lo físico, ya que los miembros de algunas sectas estudian cómo presentar su rostros benignos como parte de su imagen. El punto importante es que la comunión con Dios transfigura moral y espiritualmente a una persona. Esto es lo que en 2 Corintios 3:18 Pablo enseña: “nosotros todos mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria a la misma imagen, como por el Espíritu del Señor”.

Pero la cumbre gloriosa de esa transfiguración es que nosotros mismos no somos conscientes de ella. Otros se dan cuenta. Saben que hemos estado con Jesús. Pero el cambio está oculto a nuestros ojos.

¿Cómo es que somos felizmente inconscientes de que la piel de nuestro rostro resplandece? La razón es ésta: Cuanto más cerca estamos del Señor, más conscientes somos de nuestra pecaminosidad, indignidad y miseria. En la gloria de Su presencia, somos llevados a aborrecernos a nosotros mismos y a un profundo arrepentimiento.

Si fuéramos conscientes de nuestro propio resplandor, nos llenaríamos de orgullo y ese resplandor instantáneamente sería sustituido con repugnancia, porque el orgullo es repugnante. Por eso, resulta ser una bendita circunstancia que aquellos que han estado en el monte con el Señor y llevan la luminosidad que emana de Su gloria, no se den cuenta que la piel de sus rostros resplandece.

Josue G Autor