“Ni en este monte ni en Jerusalén…” (Juan 4:21).
Para los samaritanos, el centro de adoración era el monte Gerizim. Para los judíos, Jerusalén era el lugar en la tierra donde Dios había establecido Su Nombre. Pero Jesús anunció un nuevo orden a la mujer samaritana: “Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren” (Jn. 4:23).
Ya no hay en la tierra un sólo lugar establecido expresamente para adorar. En nuestra dispensación, en lugar de señalarnos un sitio sagrado, se nos ha dado una Persona Sagrada: El Señor Jesucristo, centro de reunión de Su pueblo. Se han cumplido las palabras de Jacob: “…a él se congregarán los pueblos” (Gn. 49:10).
Nos reunimos en Él, no en un edificio sagrado adornado con vidrieras de colores y saturado con música de órgano. No nos reunimos en torno a un hombre, a pesar de sus cualidades o lo elocuente que sea. El Señor Jesús es el imán divino.
El lugar de reunión tampoco es importante; puede ser una capilla, una casa, el campo o una cueva. En la adoración verdadera, entramos por la fe al santuario celestial. Dios el Padre está allí; el Señor Jesús está allí; los ángeles están allí en jubilosa asamblea. Los santos de la época del Antiguo Testamento están allí lo mismo que los santos de la Era de la Iglesia que durmieron en Él. Y en tan augusta compañía se nos concede el privilegio de derramar nuestros corazones en adoración a Dios por medio del Señor Jesús en el poder del Espíritu Santo. De manera que mientras nuestros cuerpos están todavía sobre la tierra, en espíritu estamos “muy por encima del mundo inquieto que abajo se despedaza”.
Lo que acabamos de afirmar, ¿contradice las palabras del Salvador, “donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos?” (Mt. 18:20). No, éstas también son verdad. Cuando Su pueblo se reúne en Su Nombre, Jesucristo está presente de una manera especial. Toma nuestras oraciones y alabanzas y las presenta a Su Padre. Qué privilegio es tener al Señor Jesús entre nosotros.