“No tengo yo mayor gozo que éste, el oír que mis hijos andan en la verdad” (3 Juan 4).
El apóstol Juan no ignoraba el gozo que experimenta el ganador de almas. Guiar a un pecador al Señor Jesús trae consigo una tremenda alegría espiritual. Pero para Juan, un gozo mayor, de hecho, el gozo más grande, era ver a sus hijos en la fe avanzando con firmeza en el Señor.
El Dr. M. R. DeHaan escribió: “Hubo un tiempo en mi ministerio en el que decía con frecuencia: ‘El gozo más grande de un cristiano es llevar un alma a Cristo’. Con el paso de los años, cambié de parecer… Muchos de los que me regocijé cuando hicieron sus profesiones de fe, pronto cayeron junto al camino y nuestro gozo se convirtió en pena y dolor. Pero regresar a un lugar después de algunos años y encontrar convertidos que crecen en la gracia y caminan en la verdad, éste es el mayor gozo”.
Cuando se le preguntó a Leroy Eims qué cosa causaba más gozo en la vida, dijo: “Cuando la persona que has guiado a Cristo crece y se desarrolla hasta convertirse en un discípulo dedicado, fructífero y maduro que más tarde guía a otros a Cristo y les ayuda a su vez”.
No nos sorprende que esto sea lo que ocasiona el gozo más grande. Lo espiritual tiene su paralelo con lo natural. Hay un gran gozo cuando un bebé nace, pero siempre está la pregunta persistente: “¿Cómo llegará a ser?” ¡Cuánto se agradan los padres cuando el niño crece, madura y llega a ser un hombre de carácter y obras excelentes! Leemos en Proverbios 23:15-16, “Hijo mío, si tu corazón fuere sabio, también a mí se me alegrará el corazón; mis entrañas también se alegrarán cuando tus labios hablaren cosas rectas”.
Una lección práctica que surge de todo esto es que no debemos estar satisfechos con métodos superficiales de evangelización y discipulado, que dan resultados rápidos en una campaña pero cuyo fruto no permanece. Si deseamos hijos espirituales que caminen en la verdad, debemos estar preparados para darles nuestra vida, un costoso proceso que implica oración, instrucción, estímulo, consejo y corrección.