“El fruto del Espíritu es… templanza” (Gálatas 5:23).
La mejor traducción para este último fruto del Espíritu es dominio propio. La gente asocia la templanza más específicamente con la moderación en el consumo del alcohol. El dominio propio comunica la idea de moderación o abstinencia en todas las áreas de la vida.
El Espíritu Santo habilita al creyente para que practique el dominio propio en todas las áreas de su vida: los pensamientos, el apetito por la comida y la bebida, el lenguaje, la vida sexual, el temperamento y cualquier otra capacidad que Dios le haya dado. Le hace libre de la esclavitud de las pasiones y los malos deseos.
Pablo les recordaba a los corintios que los atletas practican el dominio propio en todas las cosas (1 Co. 9:25). Pablo mismo estaba determinado a no dejarse esclavizar por ninguna cosa (1 Co. 6:12), y por esto mismo trataba severamente su cuerpo y lo ponía en servidumbre, para que no sucediera que habiendo proclamado a otros, él mismo fuera descalificado (ver 1 Co. 9:27).
El cristiano disciplinado no come en exceso. Si el café, el té o los refrescos de cola tratan de dominarlo, toma medidas para liberarse de este hábito. Se opone rotundamente a que el tabaco, en cualquiera de sus formas, lo controle. Evita persistentemente el uso de tranquilizantes, pastillas para dormir u otros productos farmacéuticos, excepto cuando su médico se los receta. Controla el tiempo que dedica al sueño. Si se ve atormentado por el problema de la lujuria, aprende a desechar los pensamientos impuros, concentrándose en una vida de pensamientos limpios, y manteniéndose ocupado en alguna actividad constructiva. Para él toda adicción o pecado dominante es un Goliat que hay que conquistar.
Repetidamente escuchamos que los cristianos se quejan de que no pueden romper con cierto hábito. Tal derrotismo es una garantía de fracaso. Dan a entender que el Espíritu Santo no es capaz de darles la victoria necesaria. Es un hecho que los inconversos que no tienen al Espíritu son capaces de dejar de fumar, beber, apostar o jurar. ¡Cuánto más fácilmente los cristianos deberían hacerlo con la ayuda del Espíritu que está en ellos!
El dominio propio, como cualquiera de los otros ocho frutos del Espíritu, es sobrenatural. Capacita a los creyentes para ejercitar disciplina en maneras que los demás no podrán igualar jamás.