14 Mayo

“Ni palabras deshonestas, ni necedades, ni truhanerías, que no convienen…” (Efesios 5:4).

 

El humor en exceso debe evitarse, porque resulta inevitablemente en una fuga de poder espiritual.

El predicador trata con asuntos muy solemnes: la vida y la muerte, el tiempo y la eternidad. Puede pronunciar un sermón extraordinario, y sin embargo, si está salpicado de frases humorísticas indebidas, la gente sólo tenderá a recordar lo gracioso y se olvidará de lo demás.

Con mucha frecuencia el poder de un mensaje puede disiparse por la conversación despreocupada a continuación. Un solemne llamado evangélico va acompañado del augusto silencio de la eternidad que invade una reunión. Sin embargo, cuando el culto ha terminado y la gente se levanta para salir, es común escuchar el zumbido del parloteo social. La gente habla de los resultados del fútbol o de los negocios del día. No es de extrañar que el Espíritu Santo se entristezca y nada suceda en ellos para con Dios.

Los ancianos que siempre están bromeando tienen poco impacto espiritual efectivo sobre los jóvenes que los observan como modelos. Creen que su sentido del humor les congracia con ellos sin percatarse que todo lo que provocan es una aguda sensación de desilusión y decepción.

Una forma de liviandad que es especialmente dañina consiste en hacer juegos de palabras utilizando pasajes de la Escritura con lo que se puede hacer reír por un momento, pero no cambiar una vida. Cada vez que hacemos esto mermamos su sentido de autoridad en nuestra propia vida y en la de los demás.

Esto no significa que un creyente debe ser sombrío y taciturno sin mostrar el menor rastro de chispa humorística. Más bien quiere decir que debe controlar su humor de tal manera que no invalide su mensaje.

Kierkegaard contaba del payaso de un circo que estaba situado en las afueras de cierto pueblo. La gran carpa se incendió y el payaso fue corriendo al centro del pueblo gritando que el circo estaba ardiendo en llamas. La gente se reía cuando escuchaba sus gritos estruendosos. El payaso les había hecho reír tanto en los espectáculos que ya había perdido credibilidad.

Charles Simeon guardaba un cuadro de Henry Martyn en su despacho, y cuando Simeon entraba a la habitación, parecía que Martyn le seguía con la mirada y le decía: “Sé ardiente, sé ardiente; no pierdas el tiempo, no pierdas el tiempo”. Y Simeon le replicaba: “Sí, seré ardiente; seré ardiente; no perderé el tiempo, porque las almas perecen, y Jesús debe ser glorificado”.

Josue G Autor