“Dejaos del hombre, cuyo aliento está en su nariz; porque ¿de qué es él estimado?” (Isaías 2:22).
Cuando damos a un hombre o a una mujer el lugar que sólo Dios debe ocupar, seremos amargamente decepcionados. Pronto aprenderemos que los mejores hombres son nada más que hombres. Aunque tengan muchas cualidades, sin embargo tienen aún pies de hierro y barro. Esto pudiera parecer cinismo, pero no lo es. Es realismo.
Cuando los ejércitos invasores amenazaban a Jerusalén, el pueblo de Judá buscó a Egipto para su liberación. Isaías los denunció por darles esa confianza inmerecida y les advirtió: “He aquí que confías en este báculo de caña frágil, en Egipto, en el cual, si alguien se apoyare, se le entrará por la mano, y la atravesará. Tal es Faraón rey de Egipto para con todos los que en él confían” (Is. 36:6). Más tarde, Jeremías declaró algo semejante en circunstancias parecidas: “Así ha dicho Jehová: Maldito el varón que confía en el hombre, y pone carne por su brazo, y su corazón se aparta de Jehová” (Jer. 17:5).
El salmista mostró un gran conocimiento del tema cuando escribió: “Mejor es confiar en Jehová que confiar en el hombre. Mejor es confiar en Jehová que confiar en príncipes” (Sal. 118:8-9). Y de nuevo: “No confiéis en los príncipes, ni en hijo de hombre, porque no hay en él salvación. Pues sale su aliento, y vuelve a la tierra; en ese mismo día perecen sus pensamientos” (Sal. 146:3-4).
Por supuesto, debemos reconocer que hay un sentido en el que debemos confiar en los demás. ¿Qué sería de un matrimonio, por ejemplo, sin una medida de confianza y respeto? En el terreno de los negocios, el uso de cheques como moneda se basa en un sistema de confianza mutua. Confiamos en los médicos para diagnosticar y prescribir adecuadamente. Confiamos en las etiquetas que vienen en las latas y paquetes de comida que compramos en el supermercado. Sería casi imposible vivir en cualquier sociedad sin confiar en nuestro prójimo en alguna medida.
El peligro está cuando confiamos en que el hombre puede hacer lo que sólo Dios puede hacer, despojando a Dios de Su trono y sentando en Su lugar a un simple mortal. Quienquiera que desplaza a Dios de nuestro afecto, intenta tomar Su lugar en nuestra confianza, y se adueña de cualquiera de Sus prerrogativas sobre nosotros, aquél sin duda nos decepcionará amargamente. Nos daremos cuenta demasiado tarde de que el hombre no es digno de nuestra confianza.