31 Mayo

“Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1 Corintios 2:14).

 

El hombre natural es aquel que nunca ha nacido de nuevo. No tiene al Espíritu de Dios. No le interesan las verdades espirituales; porque suenan como disparates. Pero ¡eso no es todo! No puede entender las verdades espirituales porque éstas pueden entenderse solamente con la iluminación del Espíritu Santo.

Hay que enfatizar esto. No se trata únicamente de que el inconverso no quiera entender las cosas de Dios. No puede entenderlas; está impedido por una incapacidad innata.

Esto me ayuda a evaluar adecuadamente a los científicos, los filósofos y otros profesionales del mundo. Cuando hablan de asuntos mundanos, les respeto como expertos. Pero cuando se atreven a meterse en asuntos espirituales, los considero incompetentes para hablar con autoridad.

No me sorprende mucho cuando profesores universitarios y hasta clérigos liberales aparecen en los titulares de los diarios sembrando dudas o negando abiertamente la Biblia. Ya estoy preparado para eso y no les hago caso. Los no regenerados a menudo van más allá de sus dominios cuando hablan de las cosas del Espíritu de Dios.

F.W. Boreham asemejaba a los grandes personajes de la ciencia y la filosofía con pasajeros de segunda clase que viajan en un transatlántico, separados de los pasajeros de primera clase. “Los científicos y filósofos, como tales, son por así decir ‘pasajeros de segunda clase’ y deben permanecer al otro lado de la barrera. En lo que toca a la fe cristiana, no son autoridades… el hecho es que tenemos una fe que no puede ser sacudida por el desdén de los pasajeros de segunda clase, y que no depende de ellos ni busca su apoyo, confirmación o patrocinio”.

Pero de vez en cuando aparece un científico o filósofo que es santo. En ese caso, Boreham dice: “Siempre descubro un ‘billete de primera clase’ asomándose en su bolsillo, y cuando me paseo por la cubierta en su deliciosa compañía, ya no le miro más como científico, como tampoco vería a Bunyan como hojalatero. Somos pasajeros y acompañantes, de primera clase”.

Decía Robert G. Lee: “Aun cuando los hombres sean críticos, eruditos y científicos y sepan todo acerca de rocas, moléculas y gases, son sin embargo enteramente incompetentes para constituirse en jueces del cristianismo y de la Biblia”.

Josue G Autor