“Santo, santo, santo es el Señor Dios Todopoderoso, el que era , el que es, y el que ha de venir” (Apocalipsis 4:8).
Cuando hablamos de la santidad de Dios, queremos decir que en lo que respecta a Sus pensamientos, hechos, motivos y en todo otro aspecto, Él es perfecto espiritual y moralmente. Está absolutamente libre de pecado y mancha.
Las Escrituras dan abundante testimonio de la santidad de Dios. Aquí hay algunos ejemplos: “Porque santo soy yo Jehová vuestro Dios” (Lv. 19:2). “No hay santo como Jehová” (1 S. 2:2). “¿No eres tú desde el principio, oh Jehová, Dios mío, Santo mío?… muy limpio eres de ojos para ver el mal, ni puedes ver el agravio” (Hab. 1:12,13). “Dios no puede ser tentado por el mal, ni él tienta a nadie” (Stg. 1:13). “Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él” (1 Jn. 1:5b). “Sólo tú eres santo” (Ap. 15:4).
Ni las estrellas son limpias delante de sus ojos (Job 25:5).
El sacerdocio y el sistema sacrificial del Antiguo Testamento enseñaban, entre otras cosas, la santidad de Dios. También mostraban que el pecado había creado una distancia entre Dios y el hombre, que algo debía interponerse para llenar el vacío, y que la única manera de acercarse al Dios santo era sobre la base de la sangre de una víctima ofrecida en sacrificio.
La santidad de Dios también fue demostrada de manera única en la Cruz. Cuando Él miró y vio a Su Hijo llevando nuestros pecados, Dios abandonó a Su Amado durante aquellas tres horas terribles de tinieblas.
La aplicación de todo esto es evidente. La voluntad de Dios es que seamos santos: “Pues la voluntad de Dios es vuestra santificación” (1 Ts. 4:3). “Sino como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir” (1 P. 1:15).
Pensar en la santidad de Dios produce un profundo sentido de reverencia y temor, como sucedió con Moisés a quien se le dijo: “Quita tu calzado de tus pies, porque el lugar en que tú estás, tierra santa es” (Éx. 3:5).
T. Binney se maravilló ante la santidad requerida para estar en la presencia de Dios:
¡Eterna luz! ¡Eterna luz!
Qué pura el alma debe ser
Cuando, expuesta a tu mirada escrutadora,
No se turba, mas con calma deleitosa
Puede verte a Ti y vivir.
Nuestros corazones rebosan de adoración cuando consideramos que por la fe en el Señor Jesús nos fue imputada esa pureza necesaria.