“Entonces él comenzó a maldecir, y a jurar” (Mateo 26:74).
Un día un predicador caminaba solitario en su jardín, meditando en las actividades de la semana que acababa de pasar, cuando vino a su memoria un incidente muy embarazoso. De repente dejó salir una retahíla de improperios bastante mordaces, por decir lo menos. Uno de su congregación, que caminaba al otro lado de la alta pared del jardín, escuchaba boquiabierto el lenguaje nada ministerial.
Se trataba de un caso de blasfemia privada, un caso desgarrador en la vida de muchos sinceros hijos de Dios. Cientos gimen bajo la opresión de este horrible hábito. Aún percatándose de cuánto deshonran al Señor y corrompen su propia vida, todos sus esfuerzos por romper el hábito son infructuosos.
Las palabras indebidas surgen generalmente cuando la persona está sola (o piensa que lo está) y cuando está bajo tensión nerviosa. Algunas veces éstas son la expresión audible de ira reprimida. En otras ocasiones son desahogos de nuestros sentimientos de frustración. En el caso del predicador, quizás fuera su reacción natural por la vergüenza de encontrarse en un aprieto.
Aún peor que la agonía de la blasfemia privada es el temor de que algún día las palabras se nos lleguen a escapar en público, o cuando estemos dormidos o bajo el efecto de la anestesia en el hospital.
Este viejo hábito volvió a Pedro aquella noche cuando el Salvador fue juzgado. Cuando se le señaló como compañero de Jesús de Galilea, lo negó con maldiciones y juramentos (Mt. 26:74). Nunca lo habría hecho estando relajado, pero ahora estaba en peligro y extremadamente cohibido, y las palabras fluyeron con la misma facilidad que en los días anteriores a su conversión.
A pesar de nuestras mejores intenciones y nuestras más sinceras resoluciones, las palabras se nos escapan antes de tener la oportunidad de pensar. Nos cogen completamente desprevenidos.
¿Debemos desesperar de llegar a conquistar este Goliat en nuestras vidas? No, tenemos la promesa de victoria sobre ésta y toda otra tentación (1 Co. 10:13). Primero, debemos confesar y abandonar el pecado cada vez que caemos. Luego debemos clamar a Dios para que ponga guarda a nuestros labios (Sal. 141:3). Debemos pedir el poder necesario para responder a las circunstancias desfavorables de la vida con aplomo y tranquilidad. En ocasiones, el hecho de confesar la falta a algún otro creyente ayuda a romper el poderoso hábito. Por último, debemos recordar siempre que aunque los demás puedan no escucharnos en la tierra, nuestro Padre nos escucha desde el cielo. El recuerdo de cuánto le ofende debe servirnos como una poderosa fuerza de disuasión.