“No que lo haya alcanzado ya, ni que ya sea perfecto” (Filipenses 3:12).
En el estudio de ayer vimos que nuestra conducta debe encajar con nuestro credo. Pero para equilibrar el tema debemos añadir dos postdatas.
Primero, debemos reconocer que jamás podremos vivir plena y completamente la verdad de Dios mientras estemos en este mundo. Después de haber hecho lo mejor que podamos, todavía tenemos que decir que somos siervos inútiles. Pero no debemos emplear este hecho para excusar nuestro fracaso o nuestra mediocridad: nuestra obligación es tratar de acortar continuamente el trecho entre nuestros dichos y nuestras vidas.
La segunda consideración es ésta. El mensaje es siempre mayor que el mensajero, no importa quién sea él. Andrew Murray decía: “Nosotros que somos los siervos del Señor, más pronto o más tarde tendremos que predicar palabras que nosotros mismos somos incapaces de cumplir”. Treinta y cinco años después de que escribiera el libro Permaneced en Cristo, escribió: “Me gustaría que entendieras que un ministro o un autor cristiano a menudo puede ser guiado a decir más de lo que ha experimentado. Yo no había experimentado (cuando escribió Permaneced en Cristo ) todo lo que escribí. Aún no puedo decir que lo he experimentado todo”.
La verdad de Dios es suprema y sublime. Con respecto a su carácter sobrenatural Guy King escribió: “Hace a uno temer que alguno la manche con sólo tocarla”. Pero ¿debemos negarnos a anunciarla simplemente porque no alcanzamos sus cimas más altas? Por el contrario, la proclamaremos, aun si al hacerlo nos condenamos a nosotros mismos. Aunque fracasemos en experimentarla, haremos que sea la aspiración de nuestros corazones.
Una vez más debemos enfatizar que estas consideraciones nunca han de emplearse para disculpar una conducta que es indigna del Salvador. Deben, además, quitarnos la posibilidad de condenar injustificadamente a un verdadero hombre de Dios sólo porque su mensaje algunas veces vuela a alturas que él mismo no ha alcanzado. No deben privarnos de retener todo el consejo de Dios, aun si no lo hemos experimentado plenamente. Dios conoce nuestros corazones. Sabe si somos practicantes hipócritas o apasionados aspirantes.