“¿No os conmueve a cuantos pasáis por el camino? Mirad, y ved si hay dolor como mi dolor que me ha venido; porque Jehová me ha angustiado en el día de su ardiente furor” (Lamentaciones 1:12).
Algunas veces cuando estoy sentado en la Cena del Señor, me pregunto: “¿Qué me sucede? ¿Cómo puedo sentarme aquí y contemplar la pasión del Salvador sin deshacerme en lágrimas?”
Un poeta desconocido afrontó las mismas preguntas; escribió:
¿Soy una piedra, y no un hombre, que puedo estar,
Oh Cristo, bajo Tu cruz, y gota a gota contar,
La pérdida lenta de Tu sangre, y sin embargo no llorar?
No así el sol y la luna, que bajo el cielo de la noche
Sus rostros quieren esconder, mientras la tierra se convulsiona
Y se queja, sólo yo impasible e imperturbable puedo ver.
Gran Dios, así no deseo ser, ni la ira que Él llevó conocer,
¡Oh Señor, oro a ti, vuélvete y mírame una vez más,
y hiere esta roca, mi corazón.
Otro escribió en un espíritu similar:
Oh, me sorprendo al contemplarte,
A ti, Cordero amante, agonizante,
Que al escrutar este misterio,
No pueda ser movido más a amarte”.
Admiro a aquellas almas sensibles que se conmueven tanto con los sufrimientos del Redentor agonizante que rompen a llorar. Me acuerdo de mi peluquero cristiano, Ralph Ruocco. Con frecuencia cuando me atendía, me hablaba de la agonía que padeció el Salvador. Entonces, con lágrimas que caían sobre el peinador me decía: “No sé por qué quiso morir por mí. Soy tan miserable y sin embargo, Él llevó el castigo de mis pecados en Su cuerpo sobre la Cruz”.
Pienso en la mujer pecadora que lavó los pies del Salvador con sus lágrimas, los enjugó con sus cabellos, los besó, y los ungió con perfume (Lc. 7:38). Aunque vivía al otro lado de la Cruz, fue más perceptiva y sensible emocionalmente que yo con todo mi conocimiento superior y privilegio.
¿Por qué soy como un bloque de hielo? ¿Es que he crecido en una cultura donde se considera que llorar es impropio del hombre? Si es así, desearía no haber conocido esa cultura. No es una desgracia llorar a la sombra del Calvario; la desgracia está en no hacerlo.
Con las palabras de Jeremías, de hoy en adelante debo orar: “¡Oh, si mi cabeza se hiciese aguas, y mis ojos fuentes de lágrimas, para que llore día y noche!” (Jer. 9:1); es decir, llorar por los sufrimientos y muerte que mis pecados trajeron al Salvador sin pecado. Deseo hacer mías las palabras inmortales de Isaac Watts:
Podría esconder mi avergonzada faz,
Viendo Su querida cruz aparecer;
Derretir mi corazón en gratitud
Y en lágrimas mis ojos deshacer.
Señor, ¡líbrame de la maldición de un cristianismo de ojos secos!