“Mas gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo” (1 Corintios 15:57).
Ninguna mente creada podrá comprender jamás la magnitud de la victoria que el Señor Jesús obtuvo en la Cruz del Calvario. Venció al mundo (Jn. 16:33). Juzgó a Satanás, el príncipe de este mundo (Jn. 16:11). Triunfó sobre principados y potestades (Col. 2:15) y también conquistó a la muerte que ahora es sorbida en victoria (1 Co. 15:54-55, 57).
Su victoria es nuestra. Como la victoria de David sobre Goliat trajo liberación a todo Israel, así el triunfo glorioso de Cristo se comunica a todos los que le pertenecen. Por lo tanto, podemos cantar con Horacio Bonar:
¡Es nuestra la victoria!
Por nosotros con poder el Poderoso surgió;
Por nosotros la batalla peleó, y el triunfo ganó;
Es nuestra la victoria.
Somos más que vencedores por medio de Aquél que nos amó porque “ni muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro” (Ro. 8:37-39).
Guy King contaba de un muchacho que estaba en la estación de ferrocarril cuando se detuvo el tren que traía de vuelta al equipo local de fútbol después de un partido importante. El muchacho se acercó corriendo a la primera persona que bajó del tren y le preguntó casi sin aliento: “¿Quién ganó?” Entonces echó a correr por la plataforma de la estación, gritando extasiado: “¡Ganamos, ganamos!” Mientras el sr. King miraba, pensó para sí mismo: “¿En realidad, qué hizo él para ganar la victoria? ¿Qué tuvo él que ver con el partido en el campo de fútbol?” La respuesta, naturalmente es “Nada en absoluto”. Pero por pertenecer a la misma ciudad, se identificaba con el equipo de la ciudad y reclamaba la victoria como suya.
Oí una vez de un francés que pasó de derrota a victoria por cambiar de ciudadanía. Esto ocurrió cuando Wellington, llamado el Duque de Hierro, ganó su ilustre victoria sobre Napoleón en Waterloo. Al comienzo el francés estaba ligado a la derrota, pero el día que se convirtió en ciudadano británico, pudo reclamar la victoria de Wellington como suya.
Por nacimiento todos somos súbditos del reino de Satanás y por lo tanto estamos del lado de los perdedores. Pero en el momento en que escogemos a Cristo como Señor y Salvador, pasamos de la derrota a la victoria.