“Otro ángel vino entonces y se paró ante el altar, con un incensario de oro; y se le dio mucho incienso para añadirlo a las oraciones de todos los santos, sobre el altar de oro que estaba delante del trono” (Apocalipsis 8:3).
Creemos que el ángel a que se refiere el pasaje es el mismo Señor Jesús. Y Su ministerio aquí nos llena de consuelo y aliento.
¿Qué es lo que está haciendo? Toma las oraciones de todos los santos, les añade Su precioso incienso y las presenta a Dios el Padre.
Sabemos bastante bien que nuestras oraciones y alabanzas son muy deficientes. No sabemos orar como debiéramos. Todo lo que hacemos está manchado con pecado, con falsos motivos y con egoísmo.
“Las horas más puras que de rodillas pasamos en oración, Las veces que pensamos que te agradaría nuestra alabanza y canción, Oh, Escudriñador de corazones, sobre ellas derrama Tu perdón”.
Pero antes de que nuestra adoración e intercesión lleguen a Dios el Padre, pasan a través del Señor Jesús quien, después de perfeccionarlas, las presenta al Padre, sin defecto. Entonces sucede algo maravilloso: Mezcla incienso con las oraciones de los santos. El incienso habla de la fragante perfección de Su persona y obra. Esto es lo que hace que nuestras oraciones sean eficaces.
Cuán estimulante debe sernos esto. Todos nosotros somos conscientes de cuánto estropeamos la oración. Hacemos trizas las reglas de la gramática, nos expresamos de manera poco elegante y decimos cosas que son absurdas doctrinalmente. Pero esto no tiene por qué desanimarnos a seguir orando. Tenemos un Gran Sumo Sacerdote que dirige y purifica todas nuestras comunicaciones con el Padre.
Mary Bowley captó esta verdad en forma poética así:
Mucho incienso se eleva
Hasta Tu eterno trono;
El Dios bondadoso se inclina
A oír cada débil gemido;
A toda oración y alabanza
Cristo añade Su dulce perfume,
Y el amor como incienso sube
Y estos aromas consume.