“Cuando estaba en angustia, tú me hiciste ensanchar” (Salmo 4:1).
Es verdad que “los mares tranquilos nunca hacen a un marino”. La tribulación es el medio adecuado en el que se desarrolla la paciencia; las presiones de la vida ensanchan el corazón.
Hasta los hombres del mundo saben que las dificultades tienen valores formativos que amplían nuestros horizontes. Charles Kettering dijo una vez: “Los problemas son el precio del progreso. No me traigan otra cosa sino problemas. Las buenas noticias me debilitan”.
Nadie hay como los cristianos para testificar de los enormes beneficios que provienen de las tribulaciones.
Leemos por ejemplo: “Los sufrimientos pasan, pero haber sufrido permanece por la eternidad”.
El poeta confirma lo dicho con sus palabras:
Y un trovador embelesado, de entre los hijos de la luz
Dirá de su música exquisita: “Por la noche la aprendí”;
Y el cántico ondulante que satura del Padre la mansión
Ensaya entre sollozos en la sombra de una oscura habitación.
Spurgeon escribió en su estilo inimitable:
“Me temo que toda la gracia que he obtenido de mis tiempos fáciles y cómodos y de las horas felices pudiera valer casi un comino. Pero el bien que he obtenido de mis penas, dolores y pesares es por completo incalculable. ¿Qué no le debo al martillo y la lima? La aflicción es la mejor pieza del mobiliario de mi casa”.
Y sin embargo ¿por qué nos sorprendemos? ¿Acaso no nos dice el escritor anónimo de la carta a los Hebreos: “Es verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto apacible de justicia a los que en ella han sido ejercitados”? (He. 12:11).