3 Mayo

“Porque el que siembra para su carne, de la carne segará corrupción” (Gálatas 6:8).

 

Nadie puede pecar y gozar de impunidad. Los resultados del pecado no sólo son inevitables sino extremadamente amargos. El pecado puede parecer un gatito inofensivo pero salta repentinamente sobre su presa devorándola como león despiadado.

El supuesto encanto del pecado goza en nuestros días de una propaganda amplia y multicolor, si bien escasamente oímos el otro lado. Sus víctimas dejan tras sí tristes relatos de su caída y miseria posterior.

Así ocurrió con uno de los escritores más brillantes de Irlanda. Este hombre comenzó a aficionarse a un vicio malsano. Una cosa le llevó a la otra hasta que vino a enredarse en pleitos y por último terminó en la cárcel, donde escribió lo siguiente:

“Los dioses me han dado casi de todo. Tuve genio, un nombre distinguido, alta posición social, brillantez y atrevimiento intelectual: Hice del arte una filosofía y de la filosofía un arte: Turbé las mentes de los hombres y cambié el color de las cosas: No hubo nada que dijera o hiciera que no sorprendiera a los demás… Traté al arte como la realidad suprema, y a la vida como una mera ficción: Desperté la imaginación de la gente de mi época creando a mi alrededor mito y leyenda. Reduje todos los sistemas a una frase, y toda la existencia a un epigrama.

Junto con estas cosas, tuve otras que eran de otra naturaleza. Me dejé seducir por el hechizo de la insensatez y la comodidad sensual. Me divertía siendo un hombre elegante. Me hice rodear de las clases inferiores y las mentes más insignificantes. Vine a ser el derrochador de mi propio genio, y malgasté toda una eterna juventud que me obsequió con placeres singulares. Hastiado de vivir en lo más alto, deliberadamente descendí a las profundidades en busca de nuevas sensaciones. Lo que para mí era una paradoja en la esfera del pensamiento, se convirtió en perversidad en la esfera de la pasión. El deseo, al final, se convirtió en una enfermedad, una locura, o ambas. Crecí sin que me importara la vida de los demás. Olvidé que cada pequeña acción de cada día hacía o deshacía el carácter de la persona, y que en consecuencia lo que se hacía en secreto algún día sería pregonado a los cuatro vientos… Terminé en una horrible desgracia”.

Lo que acabamos de leer se encuentra en un ensayo cuyo título es: De Profundis: desde las profundidades.

Josue G Autor