10 Noviembre

“Manteniendo el brillo espiritual” (Romanos 12:11 parafraseado por Moffatt).

 

Una de las leyes que opera en el reino físico es que las cosas tienden a perder ímpetu, relajarse o apagarse. Ésta no es una afirmación científica acerca de la ley, pero nos da la idea general.

Se nos ha dicho, por ejemplo, que el sol arde a una violenta velocidad y que aunque puede continuar así por largo tiempo, su tiempo de vida está declinando.

Los cuerpos se envejecen, mueren y vuelven al polvo. Un péndulo puesto en movimiento por la mano va cada vez más despacio hasta que se detiene. Damos cuerda a un reloj y pronto necesita que se la volvamos a dar. El agua caliente se enfría a temperatura ambiente. Los metales pierden su lustre y se oscurecen. Los colores se destiñen. Nada dura indefinidamente y no existe el movimiento perpetuo. El cambio y la decadencia afectan a todo.

El mundo mismo envejece. Hablando de los cielos y la tierra, la Escritura dice: “Ellos perecerán, más tú (el Hijo de Dios) permaneces; y todos ellos se envejecerán como una vestidura, y como un vestido los envolverás, y serán mudados; pero tú eres el mismo, y tus años no acabarán” (He. 1:11,12).

Desafortunadamente parece haber un principio similar en el reino espiritual. Se cumple en los individuos, iglesias, movimientos e instituciones.

Aun si una persona comienza la vida cristiana brillantemente, siempre está el peligro de que el celo se apague, que el poder amaine y que la visión decaiga. Nos volvemos cansados, indulgentes y fríos.

Podemos afirmar lo mismo de las iglesias. Muchas han comenzado como resultado de un gran movimiento del Espíritu Santo. El fuego continúa ardiendo brillantemente por años, pero luego empieza la decadencia. La iglesia deja su primer amor (Ap. 2:4). La “luna de miel” termina. El fervor evangelístico da lugar a los servicios rutinarios en el bache de la tradición. Se sacrifica la pureza doctrinal por una unidad indigna. Al final sólo queda un edificio vacío, mudo testigo de la gloria que ha partido.

Los movimientos y las instituciones están sujetas a la desintegración. Pueden tener un inmenso alcance evangelístico, pero después se entregan tanto a la obra social que descuidan el Evangelio en su mayor parte. Se da el caso de aquellos que comienzan con el entusiasmo y la espontaneidad del Espíritu, para luego caer en la formalidad y el ritual frío. Necesitamos protegernos de la decadencia espiritual, y experimentar lo que alguien llama un avivamiento continuo. Necesitamos “mantener el brillo espiritual”.

Josue G Autor